Hace unos días, personal especializado de la Dirección de Criminalística incautó gran cantidad de armamento y municiones, al capturar a personal del Ejército, en el distrito de Los Olivos, Lima.
El caso, que no deja de llamar la atención, motivó que los periodistas capitalinos entrevistaran al jefe de la Dirección General de Control de Armas, abreviando su extenso nombre.
La respuesta inmediata fue que “no hay tráfico de armas y las que existen fueron sustraídas o robadas a las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional, pero en menor escala”.
Para el más alto representante de la Discamec, el robo de armamento es un hecho totalmente aislado y no representa un peligro para la seguridad ciudadana.
Sin embargo, en diversos operativos desplegados contra la delincuencia han sido capturados sujetos con armas que pertenecen a esos organismos tutelares del estado.
Aún más, consideramos que aunque sea una sola, constituye una amenaza para la tranquilidad de la población.
Por lo demás, se sabe que casi todas las acciones de los malhechores son ejecutadas portando armas de fuego, con las que disparan a matar.
También deben tenerse en cuenta aquellas que son vendidas libremente en actividades comerciales y las que proceden de un mercado desconocido.
Todo esto permite arribar a la conclusión que, en realidad, existe una alarmante proliferación de armas en el territorio nacional.
Y, si consideramos que la delincuencia es uno de los principales problemas que aqueja al país, debe empezarse por controlar su uso en las personas naturales.
Simplemente porque da la impresión que cualquiera puede portarlas sin mayores exigencias, lo que desde ya representa un peligro.
En el caso específico de los miembros del Ejército o de la Policía que trafican con el material de sus instituciones, las sanciones deben ser severas y ejemplares de manera que no haya lugar a que se repitan.
No sólo por atentar contra la seguridad ciudadana, que tanto se reclama, sino por contravenir a la sagrada y elevada misión que el gobierno y la colectividad entera les ha encomendado.
La ley debe ser igualmente implacable contra quienes venden armas sin mayor control, a la par de establecer mayores exigencias en el expendio comercial.
Sobre todo por los momentos tan difíciles que atraviesa la ciudadanía en cuanto a su seguridad. Ya sea en la calle, como en su domicilio y las carreteras.
Hay países desarrollados, como Japón, donde el sólo hecho de portar armas, sin atacar a nadie, es un delito. En esos lugares, el índice de robos y asesinatos con armas en ínfimo.
¿Podremos imitar algún día a esas naciones…?
El caso, que no deja de llamar la atención, motivó que los periodistas capitalinos entrevistaran al jefe de la Dirección General de Control de Armas, abreviando su extenso nombre.
La respuesta inmediata fue que “no hay tráfico de armas y las que existen fueron sustraídas o robadas a las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional, pero en menor escala”.
Para el más alto representante de la Discamec, el robo de armamento es un hecho totalmente aislado y no representa un peligro para la seguridad ciudadana.
Sin embargo, en diversos operativos desplegados contra la delincuencia han sido capturados sujetos con armas que pertenecen a esos organismos tutelares del estado.
Aún más, consideramos que aunque sea una sola, constituye una amenaza para la tranquilidad de la población.
Por lo demás, se sabe que casi todas las acciones de los malhechores son ejecutadas portando armas de fuego, con las que disparan a matar.
También deben tenerse en cuenta aquellas que son vendidas libremente en actividades comerciales y las que proceden de un mercado desconocido.
Todo esto permite arribar a la conclusión que, en realidad, existe una alarmante proliferación de armas en el territorio nacional.
Y, si consideramos que la delincuencia es uno de los principales problemas que aqueja al país, debe empezarse por controlar su uso en las personas naturales.
Simplemente porque da la impresión que cualquiera puede portarlas sin mayores exigencias, lo que desde ya representa un peligro.
En el caso específico de los miembros del Ejército o de la Policía que trafican con el material de sus instituciones, las sanciones deben ser severas y ejemplares de manera que no haya lugar a que se repitan.
No sólo por atentar contra la seguridad ciudadana, que tanto se reclama, sino por contravenir a la sagrada y elevada misión que el gobierno y la colectividad entera les ha encomendado.
La ley debe ser igualmente implacable contra quienes venden armas sin mayor control, a la par de establecer mayores exigencias en el expendio comercial.
Sobre todo por los momentos tan difíciles que atraviesa la ciudadanía en cuanto a su seguridad. Ya sea en la calle, como en su domicilio y las carreteras.
Hay países desarrollados, como Japón, donde el sólo hecho de portar armas, sin atacar a nadie, es un delito. En esos lugares, el índice de robos y asesinatos con armas en ínfimo.
¿Podremos imitar algún día a esas naciones…?
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