La excelencia de todo gobierno democrático se practica con el voto popular y patentiza en la elección de sus gobernantes y los miembros del Parlamento.
El concepto de democracia expresa con claridad ser el gobierno del pueblo encargado, momentáneamente, en manos de quienes fueron ungidos en los comicios.
Desde sus orígenes se evidencia esa dependencia de los elegidos por la confianza que reciben de las mayorías electorales.
En el momento de emitir su voto, el ciudadano anhela una correcta administración del erario nacional, la realización de obras de bienestar colectivo y autoridades con un elevado sentido ético.
Pero, sobre todo, espera que durante el tiempo que dure el ejercicio gubernamental, se escuchen sus planteamientos y reclamos, pues la democracia le otorga esa excelsa facultad.
Surge el ideal supremo que permita estructurar estrategias y objetivos comunes entre la colectividad y quienes ejercen el poder. Compartir los mismos proyectos. Mirar en la misma dirección.
Y si es cierto que los legisladores no tienen siempre la oportunidad de dialogar directamente con la ciudadanía, pueden enterarse de sus planes a través de sus asesores y los medios de comunicación.
Mucho mejor si el pedido surge del Presidente de la República quien, en un discurso pronunciado hace tres meses, planteó la renovación por tercios del Congreso.
Su deseo fue tan ferviente que adelantó que, en caso de no ser aprobado el proyecto, lo decidiría el pueblo a través de un referéndum.
Bueno. De repente, se reunió la comisión respectiva y acordó de plano archivar el planteamiento de modificación del artículo 90 de la Constitución. Sin lugar a mayor debate.
No se tuvo en cuenta para nada que el pueblo apoya la medida. Tampoco se recordó el resultado de las encuestas de opinión que, en más del ochenta por ciento, desaprueba al Congreso.
Lo que es peor, olvidaron que la posición que ocupan, incluyendo sus jugosos sueldos y numerosos beneficios económicos, se lo deben a los electores.
Conste que el primer mandatario omitió referirse al proyecto de ley que impide la reelección parlamentaria que es otra de las serias aspiraciones ciudadanas.
Así se evitaría que “vegeten” congresistas con veinticinco o más años en el ejercicio legislativo, sin aportar nada, como muchos de los actuales.
Sean honestos siquiera por única vez. ¡Ármense de valor…! Aprueben esas leyes y verán cómo obtendrán el respaldo masivo.
De no hacerlo, seguirán desprestigiando a una de las más sagradas instituciones de la democracia. Un sistema creado exclusivamente para países con representantes dignos y honorables. Que no es el caso nuestro.
Pero sepan que la inaceptable decisión que han adoptado, sin respetar el clamor popular, los convierte simplemente en peligrosos enemigos públicos…
El concepto de democracia expresa con claridad ser el gobierno del pueblo encargado, momentáneamente, en manos de quienes fueron ungidos en los comicios.
Desde sus orígenes se evidencia esa dependencia de los elegidos por la confianza que reciben de las mayorías electorales.
En el momento de emitir su voto, el ciudadano anhela una correcta administración del erario nacional, la realización de obras de bienestar colectivo y autoridades con un elevado sentido ético.
Pero, sobre todo, espera que durante el tiempo que dure el ejercicio gubernamental, se escuchen sus planteamientos y reclamos, pues la democracia le otorga esa excelsa facultad.
Surge el ideal supremo que permita estructurar estrategias y objetivos comunes entre la colectividad y quienes ejercen el poder. Compartir los mismos proyectos. Mirar en la misma dirección.
Y si es cierto que los legisladores no tienen siempre la oportunidad de dialogar directamente con la ciudadanía, pueden enterarse de sus planes a través de sus asesores y los medios de comunicación.
Mucho mejor si el pedido surge del Presidente de la República quien, en un discurso pronunciado hace tres meses, planteó la renovación por tercios del Congreso.
Su deseo fue tan ferviente que adelantó que, en caso de no ser aprobado el proyecto, lo decidiría el pueblo a través de un referéndum.
Bueno. De repente, se reunió la comisión respectiva y acordó de plano archivar el planteamiento de modificación del artículo 90 de la Constitución. Sin lugar a mayor debate.
No se tuvo en cuenta para nada que el pueblo apoya la medida. Tampoco se recordó el resultado de las encuestas de opinión que, en más del ochenta por ciento, desaprueba al Congreso.
Lo que es peor, olvidaron que la posición que ocupan, incluyendo sus jugosos sueldos y numerosos beneficios económicos, se lo deben a los electores.
Conste que el primer mandatario omitió referirse al proyecto de ley que impide la reelección parlamentaria que es otra de las serias aspiraciones ciudadanas.
Así se evitaría que “vegeten” congresistas con veinticinco o más años en el ejercicio legislativo, sin aportar nada, como muchos de los actuales.
Sean honestos siquiera por única vez. ¡Ármense de valor…! Aprueben esas leyes y verán cómo obtendrán el respaldo masivo.
De no hacerlo, seguirán desprestigiando a una de las más sagradas instituciones de la democracia. Un sistema creado exclusivamente para países con representantes dignos y honorables. Que no es el caso nuestro.
Pero sepan que la inaceptable decisión que han adoptado, sin respetar el clamor popular, los convierte simplemente en peligrosos enemigos públicos…
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