Uno de los medios de comunicación que más interés y emoción concita en la mayoría de personas, es la aviación.
Desde que uno sube a la nave, toma asiento, se ajusta el cinturón de seguridad y mira por la ventana, todo cambia. Incluso antes de la partida.
Continúan las orientaciones del comandante de vuelo y las aeromozas sobre las acciones a ejecutar en caso de emergencia y quedamos listos.
Mientras tanto los motores, que no han cesado de rotar, suenan un poco más y el avión comienza a movilizarse.
Suavemente y, en casi pesado bamboleo, se enrumba hasta el extremo posterior de la pista de despegue.
Al llegar, se detiene unos instantes. Como si tratara de tomar aire. Los motores alcanzan su máxima potencia y el aparato empieza a rodar cientos de metros. Cada segundo que recorre imprime mayor velocidad.
De repente, casi sin percibirlo, se constata que estamos sobre las casas, edificios, avenidas y todo lo que existe en la superficie. Hemos levantado vuelo.
Ya en el inconmensurable espacio, se viven las horas de tranquilidad plena: Parece que estuviéramos en nuestro hogar o una sala de cine. No se necesita cinturón.
Hay momentos de turbulencia que son anunciados por los micrófonos. Simultáneamente se prende una luz roja y debemos asegurarnos al asiento. Pero luego, todo pasa.
Unos conversan, otros leen y la mayoría duerme. De repente se prenden las luces y viene el esperado refrigerio servido por atentas y guapas chicas.
Pasado el instante, retorna el descanso, mientras la nave continúa devorando millas o kilómetros en búsqueda de su destino.
No sabemos cuánto hemos dormido y se siente cierto movimiento de personas. Vuelven a encenderse las luces, si es de noche y se anuncia que faltan unos cuantos minutos para llegar.
Según los expertos, los momentos más difíciles que afrontan las aeronaves son al despegar y al intentar tocar tierra.
Sube la adrenalina en alto grado. Todos estamos atentos. Vuelven a verse las construcciones, el aeropuerto y la pista que debe acogernos.
Los vacíos en el estómago constituyen la más clara evidencia que estamos descendiendo. El avión se inclina levemente a uno y otro lado de sus alas para adquirir estabilidad.
Cuando todo es horizontal, llega la hora cumbre. Pronto, sentimos que las enormes ruedas se han posado sobre la pista y rodamos sobre ella.
La velocidad disminuye paulatinamente a medida que se busca el lugar de estacionamiento de la compañía. Hasta que nos detenemos. Las azafatas agradecen nuestra preferencia y desean una feliz estadía.
Todos abren los casilleros laterales superiores y extraen sus pertenencias. Algunos se saludan por última vez, pues saben que, tal vez, jamás volverán a verse. El vuelo ha concluido…
Desde que uno sube a la nave, toma asiento, se ajusta el cinturón de seguridad y mira por la ventana, todo cambia. Incluso antes de la partida.
Continúan las orientaciones del comandante de vuelo y las aeromozas sobre las acciones a ejecutar en caso de emergencia y quedamos listos.
Mientras tanto los motores, que no han cesado de rotar, suenan un poco más y el avión comienza a movilizarse.
Suavemente y, en casi pesado bamboleo, se enrumba hasta el extremo posterior de la pista de despegue.
Al llegar, se detiene unos instantes. Como si tratara de tomar aire. Los motores alcanzan su máxima potencia y el aparato empieza a rodar cientos de metros. Cada segundo que recorre imprime mayor velocidad.
De repente, casi sin percibirlo, se constata que estamos sobre las casas, edificios, avenidas y todo lo que existe en la superficie. Hemos levantado vuelo.
Ya en el inconmensurable espacio, se viven las horas de tranquilidad plena: Parece que estuviéramos en nuestro hogar o una sala de cine. No se necesita cinturón.
Hay momentos de turbulencia que son anunciados por los micrófonos. Simultáneamente se prende una luz roja y debemos asegurarnos al asiento. Pero luego, todo pasa.
Unos conversan, otros leen y la mayoría duerme. De repente se prenden las luces y viene el esperado refrigerio servido por atentas y guapas chicas.
Pasado el instante, retorna el descanso, mientras la nave continúa devorando millas o kilómetros en búsqueda de su destino.
No sabemos cuánto hemos dormido y se siente cierto movimiento de personas. Vuelven a encenderse las luces, si es de noche y se anuncia que faltan unos cuantos minutos para llegar.
Según los expertos, los momentos más difíciles que afrontan las aeronaves son al despegar y al intentar tocar tierra.
Sube la adrenalina en alto grado. Todos estamos atentos. Vuelven a verse las construcciones, el aeropuerto y la pista que debe acogernos.
Los vacíos en el estómago constituyen la más clara evidencia que estamos descendiendo. El avión se inclina levemente a uno y otro lado de sus alas para adquirir estabilidad.
Cuando todo es horizontal, llega la hora cumbre. Pronto, sentimos que las enormes ruedas se han posado sobre la pista y rodamos sobre ella.
La velocidad disminuye paulatinamente a medida que se busca el lugar de estacionamiento de la compañía. Hasta que nos detenemos. Las azafatas agradecen nuestra preferencia y desean una feliz estadía.
Todos abren los casilleros laterales superiores y extraen sus pertenencias. Algunos se saludan por última vez, pues saben que, tal vez, jamás volverán a verse. El vuelo ha concluido…
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