No sé que edad tenía exactamente. Pero la Segunda Guerra Mundial, con todas las desgracias humanas y pérdidas económicas y materiales que ocasionó, había terminado hacía muy poco.
El rotundo éxito de las fuerzas aliadas motivó que el mundo occidental fuera inundado de películas que describían infinidad de acciones heroicas.
Entre ellas “Cascos de Acero”, “Paralelo 38”, “Guadalcanal”, “Los Tigres Voladores” y “Las Arenas de Iwo Jima”
Ocurrió lo mismo con las revistas o historietas con nombres como “Frentes de Guerra” y “Ataque”, entre otras.
Más tarde, todo eso se resumió en la popular serie de televisión “Combate” con populares soldados representados por Rick Jason (Teniente Hanley) y Vic Morrow (Sargento Saunders).
Pero no quedó allí. La trascendencia de la hecatombe invadió el mundo infantil de entonces con juguetes bélicos de toda índole.
Hasta ahora se mencionan los soldaditos de plomo, barcos torpederos, aviones de combate, bombarderos, portaviones, pistolas, ametralladoras, cascos, uniformes militares y mucho más.
En ese torbellino de post-hostilidades, recibí mi primer juguete como regalo. Me lo entregó mi hermana Nelly, quien actualmente vive feliz con su esposo, hijos y nietos en el balneario de Buenos Aires, a cuatro kilómetros de Trujillo.
Fue un tanque metálico automático de guerra, poco común entonces. Estaba provisto de ruedas y engranajes de jebe con cañón al centro y dos metralletas cortas a ambos lados.
En los costados inferiores de la cabina de mando figuraba el membrete “Thunder Bird” (Pájaro de Estruendo) y una estrella blanca, símbolo de los americanos, sobre su torreta giratoria.
La alegría que experimenté fue incontenible. No lo podía creer. El poderoso vehículo marcial que admiraba sólo en el cine y las revistas, estaba en mis propias manos.
No me cansaba de observarlo y tocarlo sin cesar. Estaba tan bien hecho que parecía de verdad. Aunque sólo medía unos cuantos centímetros.
Acostumbraba colocarlo en el suelo y me complacía viéndolo avanzar lentamente. Tal como si estuviera en el mismo escenario de la contienda.
Imaginaba la confusión de las milicias, el traqueteo de las ametralladoras, la explosión de las granadas y bombas, así como el denso humo que enrarecía el ambiente.
Todo aquello que sólo puede gestarse en la límpida e inocente mentalidad de un niño. Apartado por completo de la destrucción y muerte que produjeron esas máquinas en el frente de batalla.
Transcurrido más de medio siglo de esos “momentos gloriosos”. Moviendo unas cajas, volví a encontrar el añorado juguete. Aquel que me acompañó en el derrotero de la etapa de la ingenuidad.
Y le quise dedicar estas líneas. Porque es parte de la historia de mi vida.
El rotundo éxito de las fuerzas aliadas motivó que el mundo occidental fuera inundado de películas que describían infinidad de acciones heroicas.
Entre ellas “Cascos de Acero”, “Paralelo 38”, “Guadalcanal”, “Los Tigres Voladores” y “Las Arenas de Iwo Jima”
Ocurrió lo mismo con las revistas o historietas con nombres como “Frentes de Guerra” y “Ataque”, entre otras.
Más tarde, todo eso se resumió en la popular serie de televisión “Combate” con populares soldados representados por Rick Jason (Teniente Hanley) y Vic Morrow (Sargento Saunders).
Pero no quedó allí. La trascendencia de la hecatombe invadió el mundo infantil de entonces con juguetes bélicos de toda índole.
Hasta ahora se mencionan los soldaditos de plomo, barcos torpederos, aviones de combate, bombarderos, portaviones, pistolas, ametralladoras, cascos, uniformes militares y mucho más.
En ese torbellino de post-hostilidades, recibí mi primer juguete como regalo. Me lo entregó mi hermana Nelly, quien actualmente vive feliz con su esposo, hijos y nietos en el balneario de Buenos Aires, a cuatro kilómetros de Trujillo.
Fue un tanque metálico automático de guerra, poco común entonces. Estaba provisto de ruedas y engranajes de jebe con cañón al centro y dos metralletas cortas a ambos lados.
En los costados inferiores de la cabina de mando figuraba el membrete “Thunder Bird” (Pájaro de Estruendo) y una estrella blanca, símbolo de los americanos, sobre su torreta giratoria.
La alegría que experimenté fue incontenible. No lo podía creer. El poderoso vehículo marcial que admiraba sólo en el cine y las revistas, estaba en mis propias manos.
No me cansaba de observarlo y tocarlo sin cesar. Estaba tan bien hecho que parecía de verdad. Aunque sólo medía unos cuantos centímetros.
Acostumbraba colocarlo en el suelo y me complacía viéndolo avanzar lentamente. Tal como si estuviera en el mismo escenario de la contienda.
Imaginaba la confusión de las milicias, el traqueteo de las ametralladoras, la explosión de las granadas y bombas, así como el denso humo que enrarecía el ambiente.
Todo aquello que sólo puede gestarse en la límpida e inocente mentalidad de un niño. Apartado por completo de la destrucción y muerte que produjeron esas máquinas en el frente de batalla.
Transcurrido más de medio siglo de esos “momentos gloriosos”. Moviendo unas cajas, volví a encontrar el añorado juguete. Aquel que me acompañó en el derrotero de la etapa de la ingenuidad.
Y le quise dedicar estas líneas. Porque es parte de la historia de mi vida.
Su engranaje se lo llevó el tiempo. Es imposible que pueda movilizarse. Pero luce siempre presto, enhiesto e imponente. Tal como la primera vez que lo vi y lo tuve en mi poder.
Inconscientemente, me hizo retroceder décadas. Mil evocaciones en un instante. La imagen de mis padres, mis hermanas y la muchachada de las primeras cuadras del jirón Diego de Almagro. Era otra época.
Un veloz viaje al pasado. Todo por reencontrarme con el tanque de guerra. El primer obsequio de la infancia. ¡Mi juguete preferido…!
Inconscientemente, me hizo retroceder décadas. Mil evocaciones en un instante. La imagen de mis padres, mis hermanas y la muchachada de las primeras cuadras del jirón Diego de Almagro. Era otra época.
Un veloz viaje al pasado. Todo por reencontrarme con el tanque de guerra. El primer obsequio de la infancia. ¡Mi juguete preferido…!
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