Las pequeñas crías estiran su largo cuello y abren todo lo que pueden sus picos amarillos esperando alimento. Su vida fue efímera...
Dentro del inmenso mundo de las aves, tal vez no existe una especie más bonita que los pájaros. Aquellos que apreciamos diariamente al caminar por los parques.
Ellos viven en los árboles. Luego de revolotear y ver el movimiento de los seres humanos desde el aire, retornan para descansar. Es su ambiente natural. Allí hacen sus nidos.
Nunca, o casi nunca, se animan a construirlos, con la paciencia y dedicación conocida, en una vivienda cualquiera por razones comprensibles.
Contra las leyes de la naturaleza, esta vez escogieron mi hogar. Lo comprobamos cuando empezaron a movilizarse en el patio. Alrededor de los maceteros.
Después de mover unas pequeñas ramas, encontramos un nido. Habían elegido justo nuestra casa para anidar.
La primera acción fue proteger y aislar el lugar. Transitar lo menos posible cerca.
Desde entonces, cada día lo primero que hacíamos, cuando no estaban sus “dueños”, era acudir a ver el nido trabajado, vuelo tras vuelo, con tanta laboriosidad.
Una mañana de sol, encontramos dos huevitos. Nos alegró mucho y extremamos nuestro comportamiento para no perturbarlos. Caminar lejos y hacer el mínimo ruido posible, fue la consigna.
Así nos enteramos que el macho y la hembra se turnaban para posarse sobre el pequeño recinto de paja.
Transcurrido un mes aproximadamente, nacieron dos crías. Eran pequeñas, delicadas y se mostraban totalmente indefensas.
Comenzamos entonces a prepararnos para el momento que crecieran más y se dispusieran aprender a volar como sus padres.
Cada amanecer, nos acercábamos con mucho cuidado para ver cómo avanzaba su desarrollo. Al sentirnos, estiraban el cuello y abrían su enorme pico.
Mientras la madre permanecía con sus pequeños, el progenitor no cesaba de cantar muy fuerte desde lo alto.
Ella se alejaba sólo para traerles alimento y se mantenía todo el tiempo posible a lado de sus retoños.
Un día cualquiera, la madre desapareció de improviso. No volvió más. Fue reemplazada por el macho que trataba de cumplir la doble función de alimentación y protección.
Pero, parece que no fue suficiente. Hoy, todo ese ambiente de expectativa e interés que teníamos al comienzo, se acabó. Algo falló.
Encontramos los polluelos muertos.
Nos invadió una profunda tristeza. Es que nos habíamos ilusionado demasiado. Ya veíamos a los pequeños revolotear cerca y regresar prestos por el alpiste.
Fatalmente, no los veremos nunca sobre el espacio de nuestra casa. El nido quedó vacío. Es el único testigo de su efímera existencia.
Ahora, ya restablecidos, sólo deseamos que no se presente una nueva ocasión como la anterior.
Si nuevamente se proponen procrear sus pequeños en nuestro hogar, llenándonos de la esperanza de verlos crecer y volar como los demás, para terminar apesadumbrados, como hoy, no lo permitiremos.
Si amenazan volver a sumirnos en el dolor y la angustia, por favor… jamás vuelvan a anidar en nuestro jardín…
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