Quienes hablan por celular en la vía publica constituyen un verdadero obstáculo para el resto de peatones...
A insistencias de mi esposa asistí, luego de varios meses de vida mundana, a un templo católico para participar de un oficio religioso.
Imprecaciones, rezos y canciones. Instantes de total recogimiento, propios de una iglesia.
De repente, todo el encanto místico que nos envolvía, es abruptamente interrumpido por el inconfundible timbre de un celular.
Aún sin desearlo, varios miran hacia el lugar donde fue emitido el ruido. Allí una señorita abre su bolso con cierto recato, extrae el molesto aparatito y se lo coloca en el oído.
Balbucea algunas palabras y lo regresa al sitio de donde lo sacó. Vuelve la calma y los feligreses tratan de reinsertarse en torno a la interrumpido ceremonia.
En otro escenario. Hay una conferencia, el expositor experto en la materia, se adelanta a lo que puede ocurrir durante su disertación y se dirige a los asistentes diciendo:
-- Deseo, por favor, que apaguen sus celulares y abran sus corazones.
Varios se mueven por ahí semejando que prestan atención al llamado. Sin embargo, a los cinco minutos, se escucha la estridente melodía incorporada a un móvil.
Todos se miran. Otros no pueden evitar sonreír. El ponente frunce las cejas. Sólo le queda levantar ambos brazos en señal de sorpresa y mortificación.
Otro ambiente, una oficina estatal. La secretaria tiene el aparato pegado a la oreja. Nos mira, pero no da importancia a nuestra presencia y continúa. Cuando parece que ha concluido su charla, nos atiende sin ocultar su molestia "por haberla interrumpido”.
Uno va caminando presuroso por el centro de la ciudad. Observa a un costado y, al intentar seguir adelante, impacta contra un joven que habla a través de un celular.
Está tan concentrado en el diálogo que ni siquiera advierte que, al estar parado en plena vereda, interrumpe el libre tránsito de los peatones.
Avanzando un poco más se cruza una dama que, ni siquiera se da cuenta por donde dirige sus pasos, con tal se estar prendida al fono portátil.
Hay miles de ejemplos más sobre la increíble manera como el celular se ha convertido en el más impertinente acompañante de las personas.
Eso obedece a su popularidad y costo. “Lo tiene hasta el reciclador de la basura”, refería un amigo periodista y lo comprobamos de inmediato.
Así mismo, a la persistente campaña publicitaria que, plagada de ofertas y facilidades, acapara hasta el aburrimiento los espacios comerciales en los diferentes medios.
Todo está bien. Pero es conveniente no dejarse sustraer al extremo por el celular restringiendo su empleo únicamente a los momentos que son indispensables.
De lo contrario, seguirá con el absurdo membrete de haberse convertido en el más indiscreto e irremediable elemento usado en la actualidad por el hombre…
A insistencias de mi esposa asistí, luego de varios meses de vida mundana, a un templo católico para participar de un oficio religioso.
Imprecaciones, rezos y canciones. Instantes de total recogimiento, propios de una iglesia.
De repente, todo el encanto místico que nos envolvía, es abruptamente interrumpido por el inconfundible timbre de un celular.
Aún sin desearlo, varios miran hacia el lugar donde fue emitido el ruido. Allí una señorita abre su bolso con cierto recato, extrae el molesto aparatito y se lo coloca en el oído.
Balbucea algunas palabras y lo regresa al sitio de donde lo sacó. Vuelve la calma y los feligreses tratan de reinsertarse en torno a la interrumpido ceremonia.
En otro escenario. Hay una conferencia, el expositor experto en la materia, se adelanta a lo que puede ocurrir durante su disertación y se dirige a los asistentes diciendo:
-- Deseo, por favor, que apaguen sus celulares y abran sus corazones.
Varios se mueven por ahí semejando que prestan atención al llamado. Sin embargo, a los cinco minutos, se escucha la estridente melodía incorporada a un móvil.
Todos se miran. Otros no pueden evitar sonreír. El ponente frunce las cejas. Sólo le queda levantar ambos brazos en señal de sorpresa y mortificación.
Otro ambiente, una oficina estatal. La secretaria tiene el aparato pegado a la oreja. Nos mira, pero no da importancia a nuestra presencia y continúa. Cuando parece que ha concluido su charla, nos atiende sin ocultar su molestia "por haberla interrumpido”.
Uno va caminando presuroso por el centro de la ciudad. Observa a un costado y, al intentar seguir adelante, impacta contra un joven que habla a través de un celular.
Está tan concentrado en el diálogo que ni siquiera advierte que, al estar parado en plena vereda, interrumpe el libre tránsito de los peatones.
Avanzando un poco más se cruza una dama que, ni siquiera se da cuenta por donde dirige sus pasos, con tal se estar prendida al fono portátil.
Hay miles de ejemplos más sobre la increíble manera como el celular se ha convertido en el más impertinente acompañante de las personas.
Eso obedece a su popularidad y costo. “Lo tiene hasta el reciclador de la basura”, refería un amigo periodista y lo comprobamos de inmediato.
Así mismo, a la persistente campaña publicitaria que, plagada de ofertas y facilidades, acapara hasta el aburrimiento los espacios comerciales en los diferentes medios.
Todo está bien. Pero es conveniente no dejarse sustraer al extremo por el celular restringiendo su empleo únicamente a los momentos que son indispensables.
De lo contrario, seguirá con el absurdo membrete de haberse convertido en el más indiscreto e irremediable elemento usado en la actualidad por el hombre…
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