Qué difícil es empezar a escribir algunas
líneas cuando un pariente nos ha dejado para siempre.
Lo primero que viene a la mente son
los momentos compartidos. Los instantes más gratos. Las conversaciones, las
bromas… las sonrisas.
Por eso, el día que nos enteramos
del encuentro de Aurora con Dios, evocamos las reuniones al calor de la casa paterna.
Cuando don Julio nos convocaba y
obligaba ejecutar a padres e hijos un sketch. A actuar delante de los demás.
Había que disfrazarse, representar
una escena, imitar a un artista o simplemente cantar. Aunque tengas mala voz o
te salgan “gallos”.
Nadie se libraba de hacerlo. Jamás interesó si lo hacías
bien o mal. Lo importante era intervenir.
Y allí estabas tú Aurora. Con tu
gracia oriental. Con esa innata y singular característica que identifica a la familia.
Mientras vivíamos en Trujillo, las
citas y las actuaciones hogareñas eran frecuentes. Nunca pasamos navidad triste
alguna.
La desaparición de los abuelos y
razones ineludibles de trabajo, separaron al grupo. Aunque nos mantuvimos unidos por el corazón.
Hace apenas unos días, una llamada
telefónica de madrugada, nos dio a conocer sobre tu delicado estado de salud.
Acudimos ante ti. El hospital, la
clínica. Carreras por aquí y por allá.
Una noche dijeron que te estabas
restableciendo. El aliento nos animó. Esperanzados, nos abrazamos.
Más tarde, nos informaron de tu
partida. No lo creímos. Tampoco quisimos aceptarlo.
Pero, el Señor había querido tenerte
a su lado y reflexionar en eso, nos reconfortó.
Solo disfrutas de un dulce sueño.
Descansas por un tiempo. Porque un día te levantarás para participar de la
gloria eterna.
Entonces, la familia entera volverá
a reunirse. Esta vez, para siempre…
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