“¡Donde vayas, saluda…!”, “¡Cede el asiento
y la vereda a los mayores…!”, “¡No arrojes la basura en la calle…!”.
De
estas enseñanzas, hace ya mucho tiempo. Pero las siento frescas aún. Tendría
tres o cuatro años, cuando mi madre Emilia Delgado Concepción, me detuvo justo
en la puerta de nuestra casa.
Me disponía visitar a mi amigo
Manuel Merino Moya quien vivía a lado, en la añorada cuadra dos del jirón Diego
de Almagro. El corazón de Trujillo. A unos pasos de la Plaza de Armas.
Pensé que era para prohibirme salir.
Estaba equivocado. Fue solo para decirme lo siguiente:
-- Saluda a los padres de tu amiguito. Y, elevando la voz, remarcó: No lo olvides nunca. ¡Donde vayas, saluda…!
-- Si mamá, respondí y salí corriendo. Al llegar a la vecina el entrecortado saludo, fue mi infantil carta de presentación.
La recomendación se me quedó para
siempre. En la actualidad, saludo a donde voy y al levantar el teléfono, lo
primero que digo es: “¡Aló, buenos días…!”.
Transcurrieron unos años para que mi
madre me diera otro consejo:
-- Cuando vayas sentado en un ómnibus y suba una persona mayor de edad,
cédele el asiento. Y, al caminar, también cede la vereda a los mayores.
Aunque ahora parezca raro, los
muchachos de esa época competíamos entre nosotros por ponernos de pie y permitir
que un adulto ocupe nuestro asiento.
Respecto a la basura, mamá empleó
otra forma para orientarme.
-- Freddy. No compres nada en la calle. Mucho menos si es para comer. No
arrojes papeles al suelo. Fue suficiente. Quedó grabado en mi mente hasta
hoy.
Más tarde, contraje matrimonio, recordé
las frases de mi madre y trasmití el mismo mensaje de educación y civismo a mis
hijos.
Hace unos días acudí a realizar una gestión
donde, además de la firma, debía consignar mi huella digital.
Mi dedo índice quedó manchado con la
tinta del tampón, así que me alcanzaron un papel para limpiarme. Busqué el
tacho de basura y no lo encontré.
Salí de la oficina y realicé otras
actividades. Ya en casa, introduje la mano en el bolsillo y hallé el papel
arrugado que sirvió para asearme.
Para mí eso es algo común. Otras veces,
dentro de una bolsita, hay cáscaras de fruta o golosinas que consumí al andar o
unos volantes que me dieron en el centro.
Cierto día, observé a un vigilante
que, sin inmutarse, lanzaba un papel frente a la puerta del local que
resguardaba.
No pude contenerme y le hablé, con
buenos términos, que había obrado mal. Enfurecido, me gritó lo que quiso mencionando
hasta mi última generación.
Ahora, cuando veo que alguien arroja
basura, yendo aún contra mi propia voluntad, prefiero morderme los labios.
Es entonces que, con sublime ternura
e infinita gratitud, evoco su inolvidable rostro y recuerdo los consejos
eternos de mi madre: Emilia…
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