Este es el linotipo, hoy en desuso, que utilizó mi padre. El aniversario de La Industria motivó evocar su imperecedera imagen...
Hoy es el aniversario de La Industria. La fecha me llena de satisfacción por una razón muy particular. Nací y me hice periodista en esta ya famosa casa editora.
Aparte de los propietarios, a muchos de los cuales conozco desde que eran niños, no sé si existirá un trabajador que esté tan vinculado a la empresa como quien escribe esta nota.
Para empezar, mi padre Juan José Gálvez Arce, empezó como operario y llegó a ser Regente o jefe de talleres de La Industria. Al despedirse, había cumplido treintitrés años de servicios.
Siendo aún niño, estudiaba en la escuela primaria Enrique Guimaraes, número 280, ubicada cerca de la iglesia San Francisco, actualmente desaparecida, a media cuadra del lugar donde se edita el periódico más importante de la región.
Frisaba los nueve o diez años cuando empecé a visitar La Industria. No me explico por qué razón me atraía tanto ese ambiente con olor a tinta de imprenta y rodillos de papel.
Desde la primera vez que ingresé a su recinto no dejé de preguntar acerca de todo.
La tarea de mi progenitor consistía en elaborar, las páginas del diario. Tomaba con ambas manos, muy apretadas, un bloque de metales y los colocaba dentro de una estructura rectangular llamada “rama”.
Era la época en que todo el trabajo de composición se efectuaba manualmente. Preparar cada página era un proceso lento, cuidadoso y de paciencia extrema.
Los textos resultaban de la unión de cada palabra formada letra por letra, a base de tipos, que debían unirse siguiendo el orden gramatical lógico. Sin olvidar los signos de puntuación y espacios.
Las fotografías, mediante un trabajo especial de Schemiel y Alva, debían ser convertidas en pequeñas planchas llamadas "clichés" para lograr ser insertadas en las páginas.
Muchos jóvenes llegaban entusiasmados de haber conseguido trabajo y terminaban abandonando todo. Aburridos. No lograban acostumbrarse.
Se hicieron tan frecuentes las visitas a La Industria para ver trabajar a mi padre que, cierto día, me pidió que lo ayudara.
Procedió a darme una caja metálica, con manija ajustable llamada “componedor” que se tomaba con la mano izquierda.
Con la derecha debía escoger, de un gran tablero de madera distribuido en cuadrados, donde se depositaban los tipos, que servirían para formar las palabras que deseaba.
Era indispensable aprender la ubicación de las letras pues, para mala suerte, no estaban ordenadas según el alfabeto, sino de acuerdo a su mayor o menor utilización.
Al comienzo me demoraba una eternidad. Sin embargo, paulatinamente fui adquiriendo más práctica y consecuente rapidez.
Tuve la suerte de desempeñar esa labor sólo para hacer titulares que se formaban con tipos grandes en comparación con los textos, que eran más delgados que un palito de fósforos.
Tenía la facilidad de poder cumplir mi tarea en el tiempo que fuera necesario. La satisfacción venía al final. Cuando recibía mi propina.
Casi siempre, me encomendaban titulares que debían salir no en la edición inmediata, sino luego de dos o tres días. Eso, era ya una gran ayuda.
Con el transcurrir del tiempo y luego de escribir todos los textos letra por letra, llegó a la empresa un implemento que transformó todo el proceso de impresión: el linotipo.
Recuerdo que la marca era Mergenthaler y consistía de una enorme máquina de metal que revolucionó la manera de composición de los textos a base de plomo fundido.
Era, entonces, lo más adelantado en tecnología de prensa y permitía al operario desempeñarse cómodamente sentado.
Su misión era seleccionar los caracteres tipográficos deseados y pulsar las letras del teclado colocado como la tradicional máquina de escribir. Todo el proceso de organizar y distribuir era automático.
Las “matrices” escogidas procedían de depósitos situados en la parte superior. Descendían por canales especiales y se depositaban en un espacio que luego era impactado por el plomo fundido.
Como resultado de ese proceso salían los lingotes en columnas muy calientes. Listos para ser impregnados de tinta y obtener las “pruebas de corrección”.
Justamente estudiaba secundaria en el colegio nacional de San Juan cuando me dieron el encargo de revisar la producción de los linotipistas.
La tarea consistía en alinear los lingotes en una galera de madera, pasar sobre ellos un rodillo entintado, colocar un largo papel húmedo y, con el brazo, oprimirlo para obtener las pruebas.
Enseguida debía comparar el original, enviado de redacción, con el trabajo en plomo, procediendo a rectificar cualquier alteración ortográfica.
Dicho sea de paso, ya destacaba en el aula de clase en las pruebas de percentil, que eran “mi especialidad”, en oposición a las pésimas calificaciones logradas en matemáticas.
Pronto llegaron a La Industria varios linotipos más y uno de ellos fue asignado a mi padre. Aprendió su mecanismo y, en corto tiempo, era todo un experto.
Los linotipistas tenían que hacer frente a un riesgo constante. Al costado izquierdo está ubicada una “olla” de plomo hirviendo llamada “crisol”.
Y cada cierto tiempo, debido a su permanente movimiento, el depósito expelía trocitos de metal incandescente que, con frecuencia, impactaban en el brazo izquierdo del operario.
Por esa razón, era fácil identificar a quienes trabajaban en esas máquinas mediante los puntos blancos marcados por el plomo al caer sobre la piel.
Pese a todo, debe reconocerse la importante ayuda, en cuando a la rapidez, que significó la incorporación de los linotipos en el proceso de estructuración del diario.
Llegado el momento de la jubilación para mi padre se resistió apartarse totalmente del ambiente noticioso, dedicándose a la fotografía, cuyas placas traía a la empresa.
Con el tiempo, el Embajador Dr. Vicente Cerro Cebrián decidió implementar el flamante sistema de impresión en offset integral que, en aquella época, sólo tenía El Comercio de Lima.
El novedoso proceso garantizó una impresión nítida, el abandono definitivo de los linotipos y la tradicional rotativa. Era el año 1967. Todo cambió.
Cuatro años antes de esa fecha, quien escribe esta nota, era estudiante de la Universidad Nacional de Trujillo y me desempeñaba como redactor principal de La Industria. La dirección estaba a cargo de Daniel Gordillo Jara.
En la actualidad, dos de los legendarios linotipos que protagonizaron este comentario, se exhiben en el patio principal de La Industria. Mudos testigos de una parte de los anales del diario.
Cada vez que los veo, se ilumina en mi mente la figura de mi padre. Sentado frente a uno de ellos. Concentrado en hacer su trabajo de la mejor manera posible para que sea leído al día siguiente por miles de personas.
Esa imagen ha quedado perennizada en mi memoria de manera imperecedera. El hombre y el linotipo hoy forman parte de la historia de La Industria.
El viejo y la máquina. Unidos para siempre. Convertidos recíprocamente en inseparables y entrañables amigos eternos…
Aparte de los propietarios, a muchos de los cuales conozco desde que eran niños, no sé si existirá un trabajador que esté tan vinculado a la empresa como quien escribe esta nota.
Para empezar, mi padre Juan José Gálvez Arce, empezó como operario y llegó a ser Regente o jefe de talleres de La Industria. Al despedirse, había cumplido treintitrés años de servicios.
Siendo aún niño, estudiaba en la escuela primaria Enrique Guimaraes, número 280, ubicada cerca de la iglesia San Francisco, actualmente desaparecida, a media cuadra del lugar donde se edita el periódico más importante de la región.
Frisaba los nueve o diez años cuando empecé a visitar La Industria. No me explico por qué razón me atraía tanto ese ambiente con olor a tinta de imprenta y rodillos de papel.
Desde la primera vez que ingresé a su recinto no dejé de preguntar acerca de todo.
La tarea de mi progenitor consistía en elaborar, las páginas del diario. Tomaba con ambas manos, muy apretadas, un bloque de metales y los colocaba dentro de una estructura rectangular llamada “rama”.
Era la época en que todo el trabajo de composición se efectuaba manualmente. Preparar cada página era un proceso lento, cuidadoso y de paciencia extrema.
Los textos resultaban de la unión de cada palabra formada letra por letra, a base de tipos, que debían unirse siguiendo el orden gramatical lógico. Sin olvidar los signos de puntuación y espacios.
Las fotografías, mediante un trabajo especial de Schemiel y Alva, debían ser convertidas en pequeñas planchas llamadas "clichés" para lograr ser insertadas en las páginas.
Muchos jóvenes llegaban entusiasmados de haber conseguido trabajo y terminaban abandonando todo. Aburridos. No lograban acostumbrarse.
Se hicieron tan frecuentes las visitas a La Industria para ver trabajar a mi padre que, cierto día, me pidió que lo ayudara.
Procedió a darme una caja metálica, con manija ajustable llamada “componedor” que se tomaba con la mano izquierda.
Con la derecha debía escoger, de un gran tablero de madera distribuido en cuadrados, donde se depositaban los tipos, que servirían para formar las palabras que deseaba.
Era indispensable aprender la ubicación de las letras pues, para mala suerte, no estaban ordenadas según el alfabeto, sino de acuerdo a su mayor o menor utilización.
Al comienzo me demoraba una eternidad. Sin embargo, paulatinamente fui adquiriendo más práctica y consecuente rapidez.
Tuve la suerte de desempeñar esa labor sólo para hacer titulares que se formaban con tipos grandes en comparación con los textos, que eran más delgados que un palito de fósforos.
Tenía la facilidad de poder cumplir mi tarea en el tiempo que fuera necesario. La satisfacción venía al final. Cuando recibía mi propina.
Casi siempre, me encomendaban titulares que debían salir no en la edición inmediata, sino luego de dos o tres días. Eso, era ya una gran ayuda.
Con el transcurrir del tiempo y luego de escribir todos los textos letra por letra, llegó a la empresa un implemento que transformó todo el proceso de impresión: el linotipo.
Recuerdo que la marca era Mergenthaler y consistía de una enorme máquina de metal que revolucionó la manera de composición de los textos a base de plomo fundido.
Era, entonces, lo más adelantado en tecnología de prensa y permitía al operario desempeñarse cómodamente sentado.
Su misión era seleccionar los caracteres tipográficos deseados y pulsar las letras del teclado colocado como la tradicional máquina de escribir. Todo el proceso de organizar y distribuir era automático.
Las “matrices” escogidas procedían de depósitos situados en la parte superior. Descendían por canales especiales y se depositaban en un espacio que luego era impactado por el plomo fundido.
Como resultado de ese proceso salían los lingotes en columnas muy calientes. Listos para ser impregnados de tinta y obtener las “pruebas de corrección”.
Justamente estudiaba secundaria en el colegio nacional de San Juan cuando me dieron el encargo de revisar la producción de los linotipistas.
La tarea consistía en alinear los lingotes en una galera de madera, pasar sobre ellos un rodillo entintado, colocar un largo papel húmedo y, con el brazo, oprimirlo para obtener las pruebas.
Enseguida debía comparar el original, enviado de redacción, con el trabajo en plomo, procediendo a rectificar cualquier alteración ortográfica.
Dicho sea de paso, ya destacaba en el aula de clase en las pruebas de percentil, que eran “mi especialidad”, en oposición a las pésimas calificaciones logradas en matemáticas.
Pronto llegaron a La Industria varios linotipos más y uno de ellos fue asignado a mi padre. Aprendió su mecanismo y, en corto tiempo, era todo un experto.
Los linotipistas tenían que hacer frente a un riesgo constante. Al costado izquierdo está ubicada una “olla” de plomo hirviendo llamada “crisol”.
Y cada cierto tiempo, debido a su permanente movimiento, el depósito expelía trocitos de metal incandescente que, con frecuencia, impactaban en el brazo izquierdo del operario.
Por esa razón, era fácil identificar a quienes trabajaban en esas máquinas mediante los puntos blancos marcados por el plomo al caer sobre la piel.
Pese a todo, debe reconocerse la importante ayuda, en cuando a la rapidez, que significó la incorporación de los linotipos en el proceso de estructuración del diario.
Llegado el momento de la jubilación para mi padre se resistió apartarse totalmente del ambiente noticioso, dedicándose a la fotografía, cuyas placas traía a la empresa.
Con el tiempo, el Embajador Dr. Vicente Cerro Cebrián decidió implementar el flamante sistema de impresión en offset integral que, en aquella época, sólo tenía El Comercio de Lima.
El novedoso proceso garantizó una impresión nítida, el abandono definitivo de los linotipos y la tradicional rotativa. Era el año 1967. Todo cambió.
Cuatro años antes de esa fecha, quien escribe esta nota, era estudiante de la Universidad Nacional de Trujillo y me desempeñaba como redactor principal de La Industria. La dirección estaba a cargo de Daniel Gordillo Jara.
En la actualidad, dos de los legendarios linotipos que protagonizaron este comentario, se exhiben en el patio principal de La Industria. Mudos testigos de una parte de los anales del diario.
Cada vez que los veo, se ilumina en mi mente la figura de mi padre. Sentado frente a uno de ellos. Concentrado en hacer su trabajo de la mejor manera posible para que sea leído al día siguiente por miles de personas.
Esa imagen ha quedado perennizada en mi memoria de manera imperecedera. El hombre y el linotipo hoy forman parte de la historia de La Industria.
El viejo y la máquina. Unidos para siempre. Convertidos recíprocamente en inseparables y entrañables amigos eternos…
1 comentario:
Estimado Don Freddy:
Acabo de leer esta nota (y otras más) escrita por Ud. y me complace conocer el recuerdo que tiene de mi padre Daniel Gordillo Jara.
Cuando era adolescente, mi padre solía contarme la forma cómo se imprimía a plomo, antes del empleo del offset. Con él tuve la oportunidad, a mediados de los 80's, de visitar el local del diario y conocer esta mounstrosa máquina que sacaba y compaginaba nosecuántos diarios por minuto.
Y de él heredé el interés por el periodismo, aunque éste no pasó de la publicación de un folleto quincenal en mi Grupo Scout hace ya unos veinte años.
Ojalá tenga usted más anécdotas sobre mi padre, persona muy querida en Trujillo. Me gustará leerlas y divulgarlas en mi ámbito familiar para que sus nietos, que no tuvieron la dicha de conocerlo, se sientan orgullosos de él.
Atentamente,
Iván Gordillo Lezcano
igorlez@hotmail.com
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