Los operarios detectando los
niveles de radiación en el exterior de la planta nuclear.
Ordenados en fila. Listos
para ingresar a la planta nuclear de Fukushima y evitar la catástrofe. Muchos,
no regresaron.
Saliendo de las entrañas del
infierno nuclear. Setenta murieron en el interior debido a la alta radiación durante
el operativo.
Dramáticos
mensajes de familiares conmovieron al mundo
“Papá,
por favor, regresa vivo…”
Hace tres años, el 11 de marzo del
2011, ocurrió el terremoto y tsunami de Fukushima, que tuvo como epicentro el
mar frente a la costa de Honshu, en la prefectura de Miyagi, al noreste de Japón.
Murieron miles de personas y otras
miles fueron dadas por desaparecidas. Sus cuerpos no se encontraron. Nunca más
se supo de ellos. Otros miles quedaron desplazados.
El desastre provocó el incendio del
reactor número tres de la central nuclear
Fukushima Daichi que amenazaba explotar generando consecuencias impredecibles.
Urgente era apagar las llamas, devolver
la electricidad a la planta, limpiar la zona de escombros y enfriar las
piscinas de los reactores nucleares.
Dicha tarea no podía ser realizada
por ninguna máquina, ni aparato alguno. Había necesidad de ingresar y actuar en
el mismo interior de la fábrica.
No quedó otra alternativa que
convocar a un grupo de voluntarios para cumplir tal labor. Y así se hizo.
Reunidos de inmediato, se les comunicó la gravedad del
problema y solicitó su colaboración.
La respuesta, serena, abnegada y
valiente, no se hizo esperar. Todos los que estaban presentes aceptaron el
desafío.
A pesar del peligro que significaba,
pues había que exponer la vida, nadie se escondió. Ni mucho menos se opusieron
al reto. Nadie intentó huir.
Figuraban entre ellos ingenieros,
bomberos, militares y trabajadores que procedieron a formar uno tras otro para
ser los primeros en entrar.
En ese momento de suprema decisión,
ninguno hizo el ademán de extraer el celular del bolsillo para comunicárselo a
sus familiares.
Es común entre los japoneses
realizar o celebrar grandes acciones sin mayores aspavientos. Sin que nadie lo
sepa.
Al principio fueron más de
doscientos los escogidos. La cifra aumentó con el transcurrir de los días. La
orden era entrar separados en grupos de cincuenta.
No se podía perder tiempo. Ni
siquiera de orar. Cada uno recibió el equipo de emergencia consistente en un traje
protector, bombas de oxígeno, botas y guantes.
Adicionalmente, se les dio un
detector de radiación. Un aparato que no podían perder, porque de él dependía
su vida. Indicaba el momento en que debían abandonar el área por los altos
niveles alcanzados.
La misión suicida consistía en
ingresar durante unos instantes a las entrañas de ese infierno para cumplir
funciones específicas. Sin estorbarse.
Los operarios eran la única
esperanza para impedir la expansión de los letales efectos radiactivos a las
zonas aledañas. La acción fue ininterrumpida. Día y noche. Unos salían y otros
entraban.
Ellos tenían en su mente la idea fija
de arriesgarse al límite máximo para salvar a quienes vivían en las
inmediaciones y evitar una posible catástrofe para el país y, posiblemente,
para el mundo.
Al final se supo que varios entraron
en contacto con el agua contaminada y registraron hasta diez mil veces más el nivel de radiación
permitida por el ser humano.
Durante el transcurso del operativo,
periodistas extranjeros que llegaron para cubrir el suceso entrevistaron a
familiares de los trabajadores de la planta.
Al respecto, el tabloide británico
The Daily Telegraph publicó algunas conmovedoras declaraciones surgidas de sus angustiosas
historias personales.
“Mi hijo y sus colegas han analizado
detenidamente la situación y se han resignado a morir…”, declaró entre
lágrimas una acongojada madre.
Otra, alcanzó a pronunciar: “Él,
un día me dijo que posiblemente todos mueran de una enfermedad por la radiación
en corto tiempo o cáncer a largo plazo…”
"Mi padre todavía está dentro
de la planta y se están quedando sin comida. Creo que las condiciones son
realmente duras. Él, dice que ha aceptado su suerte…",
anotó la hija de uno de los operarios en un e-mail enviado a la televisión
estatal.
"Mis ojos se llenan de lágrimas…",
posteó en Twitter la hija de otro de ellos, quien se ofreció como voluntario
cuando solo le faltaban seis meses para jubilarse.
Y agregó: "En casa, no parece una
persona que pueda hacerse cargo de grandes tareas, pero hoy estoy realmente
orgullosa de él. Y rezo porque regrese sano…”.
Un usuario del Facebook escribió: “Oremos
para que regresen a sus hogares sanos y salvos y que Dios los ayude en cada
momento que pasan trabajando en los reactores luchando por el país y su gente…”
Una hija anónima anotó: “Mi
padre se fue a la planta nuclear. Nunca vi llorar tanto a mi madre. Pero nunca
había estado tan orgullosa de él. Por favor, papá, regresa vivo…”
Como era de suponer, no todos
retornaron. Durante el riesgoso operativo, setenta voluntarios murieron a causa
de las imprevistas y fatales explosiones.
Otros, que salieron vivos, fueron
hospitalizados de emergencia debido a las manifestaciones de náusea y síntomas
de fatiga extrema.
Más de una docena presentaban
alteraciones genéticas por exposición a la radiación con posibilidad de
contraer cáncer a largo plazo.
Fue una tarea titánica prolongada
durante varias semanas, pero se logró el objetivo. Meses después, se informó la
muerte de otros operarios debido a las mismas causas
.
La tragedia exteriorizó, una vez más,
la responsabilidad, el valor, el elevado
estoicismo y el reconocido espíritu de sacrificio del pueblo japonés
Antes de cumplirse un mes de la
catástrofe, el 7 de setiembre, los operarios de Fukushima fueron galardonados con
el premio Príncipe de Asturias de la Concordia por su “valioso y ejemplar comportamiento”.
Sin embargo, tal distinción no los
deslumbró. Desde que decidieron enfrentar el peligro, la ciudadanía reconoció
su denodado esfuerzo e ilimitado valor.
Esa consideración era suficiente
para dejarlos satisfechos y era lo único que esperaban de su gente.
Para los japoneses, como para el
resto de la humanidad, los trabajadores de la central nuclear de Fukushima no
morirán nunca.
Ellos, inmortalizaron sus nombres
para siempre…
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