Imprimir demasiada velocidad a un vehiculo siempre trae trágicas consecuencias...
El intenso calor que soporta Trujillo en estos días me motivó acudir, acompañado de mi familia, a uno de los centros recreacionales que existen al inicio de la ruta a la sierra liberteña.
La travesía de ida fue con toda tranquilidad en un colectivo que abordamos en las inmediaciones del mercado Unión.
Pasamos instantes agradables complementados con un chapuzón en la piscina del lugar y unas cuantas brazadas que, a diferencia de los años juveniles, nos dejaron medio cuerpo adolorido.
Pero, la idea no es escribir sobre esos detalles personales que a nadie interesan, sino en torno a la experiencia que vivimos a la hora de retornar a casa.
Eran alrededor de las tres la tarde. Fuera del recinto encontramos tres o cuatro autos estacionados cuyos choferes nos invitaron a subir.
Escogimos el más nuevo e iniciamos el recorrido. De inmediato, el conductor comenzó a apretar el acelerador.
El moderno vehículo se deslizaba rápidamente favorecido por el buen estado de conservación de la cinta asfáltica.
Sorprendido y asustado, observé el tablero. La aguja marcaba 120 kilómetros por hora. Dirigí la mirada al conductor y noté que se deleitaba sobrepasando a cuanto vehículo encontraba delante de su carro.
Los pasajeros, tratamos de disuadirlo a disminuir la aceleración, comentando que manejar a excesiva velocidad es sumamente peligroso.
Fue ahí cuando vino a mi mente que cuarenta kilómetros por hora es el límite a partir del cual una colisión vehicular puede dejar graves secuelas en los ocupantes.
Igualmente que yendo a ciento diez km/h la reacción del conductor y el frenado impulsan al auto que se detendrá después de recorrer unos cien metros sin control.
Aparte de los daños físicos o policontusiones graves que puede producir en las personas una colisión al golpear frontal o lateralmente.
También, el doble impacto en los cuerpos que se desplazan hacia delante y atrás al chocar dañando los discos, músculos y ligamentosa del cuello.
Aunque, con un nudo en la garganta, gracias a Dios, llegamos bien.
Otro día que volvimos a ir de paseo, se presentó la misma escena. Ante la invitación del piloto, contestamos al unísono:
-- No gracias. ¡Ustedes corren demasiado…!
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