El tintero y la pluma que nos dieron tantos dolores de cabeza en la infancia....
(Advertencia: Este artículo está exento de toda contaminación política).
Lo que son las cosas, el sonado caso
de las agendas y la frase: “la verdad es mi letra…” me trasladaron a mediados
del siglo anterior y revivieron lejanas huellas escolares que consideraba
olvidadas
Ese repentino, casi inconsciente y
gracioso viaje al pasado me ubicó dentro del aula, con piso de madera protegida
con petróleo, del cuarto año de primaria, en la escuela fiscal 280 “Enrique
Guimaraes”.
Funcionaba en una casona colonial
situada en la quinta cuadra del jirón Independencia, a solo unos cuantos pasos
de la Plaza de Armas de Trujillo.
Aunque parezca raro, el curso de caligrafía
era una de las asignaturas que causaba más dificultades en nosotros, los
pequeños estudiantes.
Tenía el objetivo de perfeccionar
nuestra manera de escribir manuscrita. Aspecto fundamental en el sistema
educativo de ese entonces.
Se trataba de una materia esencialmente
práctica desarrollada en un cuaderno especial de renglones amplios y espaciados.
Cada tarea consistía en trazar
líneas de arriba abajo con inclinación fija, círculos y figuras ovaladas de
derecha a izquierda y al revés.
Hasta allí, iba bien. El problema
surgía porque el trabajo no se hacía con lápiz, sino utilizando pluma y tinta
que era lo único que existía en la época.
Ambos se empleaban en todo lugar. En
las escuelas, las carpetas tenían agujeros para colocar los tinteros que cada alumno
llevaba desde su casa.
La pluma era una pequeña pieza curva
de metal terminada en punta sostenida en la ranura de un tosco mango de madera.
Para escribir había necesidad de
introducirla dentro de un pomito de vidrio que contenía la tinta, generalmente,
de color azul.
Como es de suponer, el líquido
duraba poco y el tedioso proceso de llevar el instrumento al frasco se repetía
innumerables veces.
Aparte que hacer rayas y círculos
uniformes en una y otra dirección con una pieza metálica resultaba un verdadero
martirio.
La tinta se extendía o demoraba en
secar, el aparatito raspaba, se atracaba, el metal se malograba, apretabas
fuerte y rompías el papel o producías un manchón.
Con el tiempo, apareció la pluma
fuente o estilográfica que contenía la tinta en un estuche interior y fue más
funcional. Pero, costaba demasiado caro.
Felizmente, pronto se inventó el
bolígrafo que usamos en la actualidad. Invadió el mercado mundial y terminó con
el suplicio.
La caligrafía, que tantos dolores de
cabeza nos dio en la infancia, me sirvió de mucho al titularme como profesor en
la Universidad Nacional de Trujillo.
Mejoró mis manuscritos. Mi carácter favorito
fue la llamada letra de imprenta, similar a las que conocemos hoy como arial o
century.
Clase del recuerdo el 2009 con una promoción del Politécnico "Marcial Acharán"...
Recuerdo que, por hacer malabares con los
cuadros sinópticos en la pizarra de las aulas del Politécnico Marcial Acharán,
los chicos me apodaron: “Ticita”
Algunos ex alumnos, ahora ya canosos
padres de familia, suelen saludarme aún así cuando nos encontramos en las
calles del centro histórico.
Las famosas agendas de Nadine refrescaron
la memoria y trajeron a mi mente la escena del severo maestro primario quien, revisando
mi cuaderno de ejercicios, me preguntaba:
-- Freddy ¿Ésta, es tu letra…?
-- Si, profesor, es mi letra…
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